martes, 26 de diciembre de 2017

"Milagro en la ciudad"

La noche caía sobre la ciudad con ese helado manto tan característico del último mes del calendario. El constante ir y venir de personas deambulando por las calles, la luminosidad de los adornos navideños, o los atascos de tráfico con sus habituales discusiones, constituían el marco habitual de aquellas fechas tan entrañables como alocadas. Todos corrían de un lado para otro. Unos, por llegar a algún comercio antes del cierre donde poder hallar, antes de que fuese demasiado tarde, un regalo. Otros, se afanaban por encontrar aparcamiento y de ese modo poder llagar a la reunión anual de amigos donde desconectar tomando una copa, reír y contar aquellas clásicas anécdotas comunes. También estaban los padres y madres, que con sus hijos de la mano, luchaban por mantener celosamente su sitio en la cola que finalizaba ante el cartero real. Allá donde la vista alcanzara, la prisa era el denominador común. Una prisa que a veces sacaba a la luz la parte más mezquina de las personas. Eso es lo que pensó Merche, la mujer que vendía castañas asadas en la acera opuesta a la de donde se representaba un Belén viviente, observando a aquella gente que guardaba cola apartarse y hacer gestos o comentarios despectivos hacia un anciano vagabundo que pasaba junto a la fila pidiendo una moneda para, según él, comer algo caliente junto a su amigo, un mugriento perrito que caminaba a su lado. Nadie le dio nada, e incluso hubo gente que le increpó para que se marchara.
—Pobre hombre —pensó Merche mientras veía desaparecer al final de la esquina al singular dúo.

Pasaron unas horas y el bullicio había cesado, apenas algunos transeúntes rezagados y coches salteados pululaban por el lugar.
—Vaya, es hora de irse —comentó Merche para sí misma mirando la hora en la pantalla del teléfono móvil.
Hacía rato que había apagado el fuego y esperaba que la cacerola, con un puñado de humeantes castañas aún dentro, se fuese enfriando para poder recoger y marcharse. Se quitó el delantal distraídamente y comenzando a ponerse los guantes miró hacia su izquierda y vio al anciano con su perro llegar por la acera, pararse ante un recoveco de la puerta de la oficina de Correos. Dejó caer unos cartones, se recostó sobre una roñosa manta y albergó en el regazo a su peludo compañero, desabotonándose el raído abrigo y metiéndolo dentro, para compartir con el tembloroso animal el poco calor que su cansado y escuálido cuerpo desprendía.
Merche pensó en darle algunas monedas al anciano, pero siempre andaba justa de dinero y además aquella no estaba siendo una buena semana, pues no solo no había vendido suficientes castañas asadas, sino que encima el arrendador le había amenazado con desahuciarla si no pagaba parte de los tres meses de alquiler que adeudaba.
En ese momento, unos destellos azules le sacaron de su ensimismamiento. Un coche de la policía local se detuvo junto a la acera de Correos, y la pareja de agentes se acercó al vagabundo.
—Abuelo, no puede usted quedarse ahí.
—Solo necesito pasar aquí la noche, agente. No molestaré a nadie.
—Pero hombre, no es porque vaya a molestar a alguien, es que está prohibido y además se va usted a congelar.
—No se preocupe por mí, estoy acostumbrado.
—Pero… —El agente iba a rebatir las palabras del vagabundo, pero fue interrumpido por el crepitar de la radio del coche de policía que atendió su compañero.
—Es la central, quieren que nos personemos allí para realizar un servicio.
—Pero, ¿qué hacemos con este hombre?
En plena conversación de ambos policías, Merche se arrimó al anciano con una botella de agua y un cartucho humeante hecho de papel de periódico. Agachándose junto a él, dijo:
—Tome usted, abuelo.
—Muchas gracias —contestó el vagabundo, y al mirarle a los ojos Merche pudo ver unos vivaces ojos azules que sin embargo le dieron la sensación de tener una edad indeterminada, incluso mucho más anciano de lo que su ajado rostro indicaba.
—Ha tenido usted un bonito gesto, señorita —comentó el agente más próximo— ¿le conoce?
—No, no me conoce —se apresuró a decir el anciano sin dejar contestar a la muchacha— pero me encantaría conocerla. ¿Cómo te llamas, hija?
—Merche.
—Bueno, nosotros nos marchamos. Por hoy le dejo quedarse, pero mañana deberá buscarse otro lugar donde pasar la noche, ¿de acuerdo?
—Descuide, mañana ya me habré ido.
El policía creyó notar algo extraño en las palabras de aquel viejo, pero fue apremiado por su compañero y se montó en el coche patrulla desapareciendo por la esquina de la avenida.
El viejo miró de nuevo a la chica y dijo con dulzura:
—Así que mi bonita ángel se llama Merche…No lo olvidaré.
—Ande, cómase las castañas que aún están calientes —contestó la muchacha y con una sonrisa se alejó para emprender el camino a casa.

A la mañana siguiente, la discusión de los vecinos la despertó. Los tabiques eran, como ella solía decir, de papel de fumar.
—¡Eres idiota! ¿Todavía no te has enterado de que eso nunca toca?
—Pero mujer, ¡si no juegas, entonces seguro que nunca te toca!
—¡Pero si eres un cenizo, nunca te toca ni lo metido!
—Esta vez he estado cerca. Mira, yo llevaba el 14578 y ha salido el 12677. Por tres euros casi nos hacemos millonarios.
—¿Qué te has gastado tres euros en eso?
—Era el cuponazo del viernes, ¿qué querías que hiciera?
—¡Que los guardaras, imbécil!
—El día que me toque ya verás a dónde te manda este imbécil —dijo murmurando.
—¿Qué has dicho?
—No, nada mujer, que si quieres que te lleve al mercadillo.
Sonriendo, Merche se fue al baño para darse una ducha y volver a la calle a ver si tenía un buen día y podía pagar al casero algo de lo adeudado, por lo menos para que la dejara pasar las fiestas en paz.

Una hora después, tras desayunar y escuchar la comedia en la que se habían convertido las continuas discusiones de los vecinos, salía de casa con dos bolsas de castañas en dirección a donde tenía encadenado el pequeño carro de metal donde asaba su producto para vender a la gente. Al cruzar la calle miró instintivamente hacia la oficina de Correos y vio un tumulto de gente. Se acercó a ver qué ocurría y la congoja se anudó a su garganta al ver al anciano tumbado en el suelo y al perrito gimoteando al lado. La chica no pudo reprimir las lágrimas que surcaron sus mejillas.
Segundos después, llegó un coche patrulla y el agente, curiosamente el de la noche anterior, se acercó al hombre arrodillándose junto a él colocándole los dedos sobre el cuello, mientras otro compañero trataba de dispersar a los curiosos. Tras unos segundos, alzó la vista hacia este e hizo un gesto de negación. Merche se tapó la cara y comenzó a llorar apartándose unos metros del cadáver, al que el perrito aún le lamía las manos.
Una ambulancia paró junto al coche de policía, bajándose una mujer menuda que portaba en su chaqueta el enunciado de médico de guardia, junto a un enfermero y el propio conductor. Al examinar el cuerpo, vio rápidamente que el vagabundo mantenía su mano izquierda cerrada. Al abrírsela no sin esfuerzo, vieron que tenía un papel doblado y arrugado. El policía lo tomó y al leerlo se quedó sorprendido. Se alzó, buscó a su alrededor y encontró a la muchacha entre sollozos. Se dirigió a ella y preguntó:
—Perdone, no estoy seguro pero anoche me pareció oír que usted se llama Merche, ¿es así?
Ella asintió enjugándose con un pañuelo de papel la congestión que el llanto había provocado en su nariz.
—Pues entonces creo que esto es para usted —contestó el policía extendiéndole el papel arrugado.
La chica, con una mezcla de sorpresa y miedo, cogió el papel donde efectivamente se encontraba escrito su nombre, y al desdoblarlo leyó en voz alta:

“Cuando leas esto significará que ya me he ido, tal y como le dije esta noche al policía. Por favor, cuida de Coco, es un perro muy cariñoso y no se merece morir de frío y hambre en las calles.”

La muchacha miró al agente dándole el papel y asintiendo.
—¿Entiendo que usted se hará cargo del animal, señorita?
Ella volvió a asentir.
—Es usted una buena persona.
No contestó nada, se acercó hacia el vagabundo al que ya alzaban los enfermeros sobre una camilla, metiéndolo en una bolsa negra de plástico que cerraron con una cremallera y atándolo fuertemente con correas para subirlo a la parte trasera de la ambulancia. Merche se agachó y no tuvo ni que intentar ganarse a Coco, él solo le echó las patitas delanteras para auparse a sus brazos.
El otro agente trataba de echar a los morbosos.
La muchacha se olvidó del trabajo e incluso de las bolsas de castañas, las cuales dejó junto al carromato, y se apartó del lugar bajo la atenta mirada del policía, cruzando la calle con Coco en el regazo y torciendo la esquina en dirección a casa.
—¡Pero qué coño!
El improperio llamó la atención del agente, que se giró hacia la ambulancia.
—¿Qué ocurre? —Preguntó la mujer médico al conductor, que era quien había soltado la expresión y se mantenía con una pose de brazos abiertos y con incredulidad en el rostro, al tiempo que decía:
—¡Que no está!
—¿Qué es lo que no está?
—¡Qué va a ser, joder, el viejo!
—Pero ¿cómo no va a estar si acabamos de atarlo, subirlo y no nos hemos apartado de…—intervino el enfermero pero no había acabado aún su alegato cuando corroboró— ¡Coño es verdad, no está!
Ambos policías, los tres integrantes de la ambulancia y una veintena de personas, asomaban sus cabezas al cubículo de la ambulancia y veían que la camilla solo portaba un saco negro aún amordazado con la cremallera cerrada pero plano, como si nunca hubiese habido una persona en su interior.

Mientras tanto, ajena al suceso, Merche llegó a casa, se fue directa al baño y mientras se quitaba el abrigo y la bufanda, dejó llenándose la bañera con agua templada. Minutos más tarde, cogió en brazos a Coco y comenzó a apartarle el andrajoso pelo para quitarle el collar y poder bañarlo, pero notó que en un lateral del collar tenía un trozo de plástico atado con gomillas.
—¿Qué tienes aquí, Coco? ¡Vaya! Está muy bien atado.
Finalmente, consiguió soltar el mugriento plástico de las gomillas y vio que era una bolsita con otro papel enrollado dentro. Lo desplegó y al ver lo que era, la faz de Merche se demudó y sus ojos se agrandaron al ver cinco dígitos; uno, dos, seis, siete y de nuevo siete.

Pepe Gallego