martes, 20 de junio de 2017

“Isbiliya”


La pelota corría por el suelo empedrado, zarandeada de un lado para otro por las patadas entusiasmadas del chiquillo, que al tiempo iba relatando las jugadas como si de un locutor deportivo se tratase. La puesta de sol de aquella tarde sevillana de finales de marzo, teñía de color anaranjado el cielo de la capital hispalense, precediendo la inminente caída de la noche sobre la ciudad. Y bajo aquel manto casi en penumbra, se hallaba la atenta mirada de unos vetustos ojos.
—No le des tan fuerte, nene, que como se te caiga al río te quedarás sin balón.
El niño ignoró las palabras del hombre mayor y siguió con su jugada mientras decía:
—¡Mira lo que hago, abuelo!
Intentó alzar la pelota y golpearla hacia arriba para imitar a sus ídolos futboleros, pero se le escapó el control de la misma con tan mala suerte que acabó ocurriendo lo que la voz de la experiencia le predijo momentos antes. El objeto esférico fue a parar al agua y el chiquillo observó entristecido cómo la corriente la arrastraba hacia el centro del río Guadalquivir, desplazándola ligeramente en dirección sur.
—Vamos, ven —le dijo el abuelo apoyando sus ajadas manos sobre los hombros del infante y, tratando de animar su apesadumbrado rostro, le propuso— no te preocupes por el balón, ya verás cómo pasa alguien, la recoge y te la devuelve.
—¿Quién abuelo? —preguntó el chico poco convencido por las palabras del hombre.
—Pues no sé, cualquiera del club de remo que esté entrenando, por ejemplo —y entornando los ojos tratando de picar la curiosidad del niño, dijo— o puede que te la devuelva Haiiaa.
—¿Quién es Haiiaa? —preguntó el niño con cara extrañada al escuchar ese nombre que nunca había oído mencionar.
—¿No conoces esa historia? —y ante la negación con la cabeza del chiquillo, el hombre mayor prosiguió— Anda, ven, te la contaré. Y si durante ese tiempo no
recuperas tu pelota, yo te compraré otra antes de llegar a casa, pero —y alzando el dedo a modo de advertencia— que no se entere tu madre, ¡eh!
El niño sonrió mirando a su abuelo con complicidad.
—Bien, siéntate a mi lado —el pequeño hizo caso y se sentó en el muro de piedra que circundaba los bajos del Paseo Colón.
—Pues verás, todo empezó hace casi mil años en este mismo lugar, junto al río, cuando…



* * * * * *


La paz que transmitía la perfecta conjunción natural entre las mansas y cristalinas aguas del río, sumadas al trinar de los pájaros alojados en los árboles junto a la dársena, y a la suave brisa que soplaba aquella preciosa tarde primaveral, eran aprovechadas por Al-Mutamid para pasear junto a su amigo, el poeta y consejero, Aben Amar.
Al rey le gustaba dejarse llevar por la poesía y en aquellos instantes paseando junto al Puente de Barcas que unía la ciudad con el barrio de Triana, trataba de enlazar unos versos aprovechando la luz del sol de poniente reflejada sobre el agua:


La brisa convierte al río
En una cota de malla…

Pero por más que insistía, ni él ni su amigo lograban rematar esos versos. Tras un par de instantes en que ambos quedaron pensativos, una voz femenina surgió a sus espaldas.

La brisa convierte al río
En una cota de malla,
Mejor cota no se halla
Como la congele el frío.

Aquellos versos fueron pronunciados por Itimad, una esclava perteneciente a un mercader de Triana, de la cual el rey quedó prendado. No le hizo falta comprársela al mercader, pues este se la regaló amparándose en que era vaga y demasiado fantasiosa. Al-Mutamid la llevó a palacio y la convirtió en su esposa.
—¡Un momento, abuelo!
—Dime.
—Pero has dicho que se llamaba Itimad, y antes dijiste Haiiaa.
—Claro, porque la protagonista de esta historia es Haiiaa, que era la sobrina de Itimad.
—¡Aaaah, vale! —exclamó el pequeño comprendiendo.
—No te adelantes y déjame que te siga contando…
Itimad le tenía mucho aprecio a una sobrina suya, que al parecer había sacado su mismo carácter jovial y soñador, así como el amor por los libros. Haiiaa, que así se llamaba la chiquilla, se trasladó años después a palacio para vivir con su tía, con el beneplácito de Al-Mutamid, pues de este modo podría hacerle compañía tanto a la reina como a Zaida, la hija de esta, al tiempo que el rey podía dedicarse a los conflictos del reino de Taifas, que en aquellos momentos eran mantenidos con los cristianos y posteriormente con los almorávides, a los que había pedido ayuda para derrotar a los primeros.
Haiiaa, siempre que no estaba jugando con su prima o escuchando los sabios consejos de su tía, se deslizaba hasta la biblioteca, pues era su lugar preferido. Muy pocas personas tenían acceso a tal lugar, donde además se hallaba una sección de libros prohibidos para la comunidad musulmana. Aunque era atraída por la tentación de leer algunos títulos que en dicho apartado se encontraban, especialmente unos legajos que por su aspecto debían ser muy antiguos y bajo los cuales rezaba la inscripción “Tartessos”, aquel pueblo antiguo y misterioso que habitó Isbiliya siglos atrás, ni se
le pasaba por la cabeza violar el mandato del rey y el severo castigo que supondría tal hecho.

Cierta mañana, mientras andaba enfrascada en una de sus lecturas predilectas, oyó un murmullo poco habitual a aquellas horas. Fue corriendo a ver qué ocurría y entonces le vio. Su porte era impresionante; un hombre recio, fuerte, de facciones duras, rodeado de rudos hombres como él, era recibido en persona por Al-Mutamid, que con un gesto hizo que se llevaran los caballos de aquellos extraños a las cuadras para ser debidamente atendidos. Entraron a palacio y se dirigieron a uno de los mejores salones donde pudieron sentarse a comer y beber mientras conversaban animadamente. Cuando Haiiaa pudo acercarse a hablar con su tía, le preguntó:
—¿Quién es ese hombre, y qué le hace tan importante como para que el rey salga a recibirlo en persona?
—Es Rodrigo Díaz de Vivar —contestó Itimad, y ante la mirada aún interrogante de su sobrina, apostilló— El Cid Campeador.
El rostro de Haiiaa se demudó, porque sabía de las andanzas del poderoso caballero que aniquilaba ejércitos enteros al frente de sus hombres.
—No tienes nada que temer, el rey solo está tratando de llegar a un acuerdo con él por si fuese necesaria su ayuda ante los almorávides, que parecen cada vez más ansiosos por hacerse con el control del reino de Taifas.
A la salida de la reunión, mientras Al-Mutamid se despedía del Cid, hizo traerle un obsequio que dejó impresionado al fornido guerrero. Un magnífico caballo, el mejor que se había podido contemplar en los dominios del rey poeta, le fue entregado como regalo. Babieca, que así se llamaba el equino, se dejó montar por Rodrigo Díaz de Vivar y salió al galope de palacio seguido por sus hombres en las respectivas monturas.
Pasaron unos años y Haiiaa se había convertido en una doncella de una belleza espectacular. No pocos pretendientes habían intentado postularse para desposarla, pero siempre se chocaban ante la negativa del rey, aconsejado por su mujer Itimad, la
cual apreciaba a su sobrina como a una hija y por ello ningún candidato le parecía lo suficientemente bueno para su protegida.
Una tarde, mientras paseaba por los jardines dejándose bañar por el aroma proveniente del azahar, oyó un revuelo repentino. La sirvienta de mayor confianza había sido enviada por la reina para avisar a la chica de que acudiera urgentemente a sus aposentos utilizando el pasadizo secreto que unía la biblioteca con el dormitorio real. Haiiaa no lo dudó un instante y corrió hacia su lugar predilecto, accionó la puerta del pasadizo y lo recorrió rápidamente para acudir a los aposentos de la reina. Al llegar, entendió que algo no iba bien, pues vio la preocupación reflejada en el rostro de su tía.
—¿Qué ocurre, tía? —preguntó con el temor deslizándose por sus palabras.
—Debes marcharte, Haiiaa.
—Pero, ¿por qué?
—No tengo tiempo para explicártelo, pero hazme caso. Tienes que llegar al fondo de la zona de los baños, pero no podrás hacerlo directamente atravesando por mitad de los jardines, sería demasiado peligroso. Harás lo siguiente. Sal hacia el patio de los árboles frutales, baja las escaleras estrechas del fondo de la sala y llegarás a…
—Sí, a la sala de las columnas visigodas, conozco bien el palacio, tía.
Itimad sonrió y le acarició la cara antes de proseguir, consciente de la inteligencia y curiosidad que siempre habían definido el carácter de su sobrina.
—Detrás de la última columna de la derecha, empuja el mosaico de la pared que tiene un tono más claro que el resto. No es porque esté gastado, es para distinguir el punto exacto que hay que presionar para acceder a su interior —y ante la mirada sorprendida de la muchacha, Itimad agregó— ya suponía que ese atajo aún no lo habías descubierto. Como te decía, entra por él y descubrirás que es una pequeña escalera de caracol que se conecta a un angosto pasillo. El mismo te llevará hasta una galería. Síguela y saldrás a los corredores laterales que desembocan en el vestíbulo principal de los baños. Atraviésalos y como bien sabes, al fondo hay varios túneles
excavados que están sellados, y que eran utilizados por los obreros para transportar y guardar los materiales con los que construyeron la estancia. Pero uno de ellos, el que está más a la derecha, es una falsa pared que al ser tocada activará un mecanismo de apertura que te descubrirá el pasadizo más largo de palacio, pues te conducirá a las afueras de la ciudad. Márchate, y al llegar al otro lado alguien te estará esperando por mandato mío. Esa persona te ocultará hasta que todo haya pasado, y bajo ningún concepto se te ocurra volver aquí hasta que nosotros te lo indiquemos.
—¿Y qué ocurrirá contigo y con el rey? ¿Dónde está Zaida?
—No debes pensar en eso ahora, estaremos bien, somos la familia real. Pero me preocupa que los almorávides puedan tomar alguna medida contra ti en caso de que la cosa empeore.
—Abuelo, ¿quiénes eran los almorávides? —interrumpió el chiquillo.
—Eran una rama muy radical de los musulmanes, completamente consagrados a la religión y que no solo atacaban a los cristianos y otros pueblos que adoptaban otras vertientes religiosas, sino que hacían lo propio contra los musulmanes que no tomaban la religión como modo de vida al igual que ellos, sino como algo más dentro de sus vidas como podían ser la cultura o la poesía.
—¿Como Haiiaa?
—Sí, como Haiiaa, Itimad, Al-Mutamid y la mayoría de los musulmanes del reino de Taifas. Para ellos, todos los que no procesaran la fe como único modo de vida, eran catalogados de “infieles”.
—Aaaaah…Mira abuelito —dijo de pronto apenado el niño, señalando al río— la pelota está cada vez más lejos.
—Olvídate de ella por ahora, ya te he dicho que te compraré otra de vuelta a casa.
—Bueeeeno —contestó resignado el pequeño.
—¿Quieres que te siga contando la historia de Haiiaa? —el niño se tuvo que conformar y, tras recibir un beso en la frente, continuó escuchando el relato.
—Venga, márchate, no tenemos mucho tiempo —le ordenó Itimad a su sobrina, al oír claramente cómo los gritos y el ruido se encontraban cada vez más cerca. La chica, con el miedo asomado al rostro, asintió y se volvió a introducir por el pasadizo. Cuando llegó a la biblioteca iba a cruzarla sin más, pero se detuvo en seco al recordar algo. Por unos segundos se quedó observando la estantería de los libros prohibidos. Como quien activa un interruptor, se fue decidida hacia la estantería, agarró los antiguos papiros de los tartessos que durante tantos años había querido leer, y se los llevó bajo el brazo.
Antes de acudir al patio de los árboles frutales para seguir la ruta indicada por su tía, se desvió hacia su habitación para coger algunas pertenencias e improvisar unas telas enrolladas con el fin de salvaguardarlas, especialmente los valiosos legajos, y emprender la huida. Allí encontró a un par de sirvientas que se sobresaltaron al verla aún allí, pero no dijeron nada al observar que simplemente se pertrechaba para marcharse lo antes posible. Un resplandor de llamas llegaba desde el exterior de las murallas de palacio, por lo que el peligro comenzaba a ser inminente.
A la carrera, Haiiaa salió de la estancia ante la atenta mirada de las sirvientas, y corrió en dirección al patio. Pasó junto a un manzano y se entretuvo a recoger varias manzanas y llevárselas consigo, pues no sabía si las podría necesitar para alimentarse durante la huida.
De pronto notó algo, como una onda de impacto de muy baja intensidad, pero la suficiente como para detenerse. Tras unos segundos, supuso que provenía de la refriega que se estaba produciendo entre las huestes de Al-Mutamid y los almorávides, así que se giró para arrancar otra manzana. Cuando cogió la tercera, volvió a sentir aquella especie de golpe y esta vez estaba segura de su procedencia. Con tensión, miró lentamente hacia la pared de su izquierda. Las manzanas cayeron de sus manos y rodaron por el suelo, mientras sus ojos se desorbitaron al ver cómo se formaba el relieve de una cara en la propia estructura del mosaico. Un rostro como
salido de las peores pesadillas, que parecía una mezcla entre humano y felino. La chica se frotó los ojos pensando que veía alucinaciones, y al volver a mirar ya había desaparecido. Respiró hondo, recogió las manzanas e hizo ademán de continuar. Pero antes de hacerlo, observó algo en lo que no reparó antes. En los bajos de la pared, había una pequeña pintura en el mosaico. Se acercó a observar y reconoció la figura de un animal que se asemejaba bastante a un ciervo.
El sonido, cada vez más cercano de las luchas en el exterior, la sacó de su ensimismamiento y decidió continuar por donde le dijo su tía, así que bajó por las estrechas escaleras y buscó la última columna de la sala de columnas visigodas. No tardó en hallar la zona más clara del alicatado del mosaico y, casi con temor, empujó el mismo. Un reguero de fina arena comenzó a caer por la pared, proveniente del filo superior de lo que aparentaba ser una puerta que se dibujaba sobre la marcha, y que instantes antes no se encontraba ahí. Con el ruido resultante del roce de una pesada piedra se iniciaba el mecanismo de la puerta, la cual cedió, y ante Haiiaa surgió una escalera de caracol. Dudó unos segundos, pero finalmente bajó por la misma hasta el angosto corredor. A tientas, logró avanzar por la galería, y tras el último recodo llegó a uno de los pasillos laterales que desembocaban en el central que precedía a los baños. Se asomó con cuidado pero no encontró a nadie, así que salió, se introdujo en las aguas de la piscina principal y la cruzó en silencio. Pero cuando iba llegando al final, escuchó voces que provenían de la entrada y al girarse vio que las sombras de dos personas se acercaban al borde de la alberca. La única idea que pudo concebir, fue aguantar la respiración y ocultarse un palmo bajo la superficie. Ella no estaba acostumbrada a hacer ese tipo de cosas y pronto comenzó a sentir la falta de aire. Se tapó la nariz con la mano a modo de pinza e intentó concentrarse en retener el aire lo máximo posible, pero no podría aguantar mucho más. Cuando notó que estaba a punto de desfallecer, sacó de súbito la cabeza y abrió la boca con el sonido inconfundible de querer recuperar el aliento. No había nadie, pero pronto oyó una voz que dijo:
—¿Qué ha sido eso?
—Ha sonado en los baños, entremos de nuevo a ver.
Al oír esto, Haiiaa se apresuró a salir del agua porque si la descubrían estaba perdida. Llegó al final del estanque, abandonó el mismo y corrió hacia la derecha desapareciendo de la vista casi simultáneamente a la llegada de las siluetas. Estas murmuraban al ver el vaivén del agua agitada, pero la muchacha no se esperó a comprobar qué ocurría. Se fue directamente hacia la galería tapada de la derecha, empujó su frontal y este cedió lateralmente dejando a la vista la entrada al pasadizo que le comentó Itimad. Titubeó un poco, pero al divisar el tenue resplandor de una llama cercana, se adentró por la abertura. Era evidente que su tía, o mejor dicho el servicio real, mantenían acondicionado dicho emplazamiento para cuando fuese necesario usarlo. Momentos después de entrar, el mecanismo de la puerta cerró la misma y la chica quedó casi en total oscuridad. Se acercó al punto de luz que había visto desde fuera y que se encontraba a solo unos pasos, y observó el candil de aceite con la llama prendida, mientras a su lado había una especie de canaleta de piedra con un líquido denso en su interior. Haiiaa le acercó la llama y automáticamente el pequeño fuego corrió por la misma encendiendo candiles de aceite adheridos a la pared por el resto del pasadizo. La chica, con la boca abierta, vio lo bien preparado que lo tenían todo en palacio, como de costumbre, y se alegró de poder orientarse en aquella oscuridad que ya había dejado de ser tan acusada.
Estuvo largo rato avanzando por el túnel sin precisar exactamente el tiempo, pero suponía que ya debía estar bastante lejos de palacio. Se detuvo para descansar y se sentó en el húmedo suelo. Tras titubear un poco, cogió los papiros prohibidos que había sacado de la biblioteca, e hizo ademán de abrirlos para leer por encima de lo que se trataba, pero recordó las enseñanzas y leyes que le habían inculcado desde pequeña sobre las lecturas prohibidas, y no acabó de abrirlos. Se comió una de las jugosas manzanas del huerto del rey, se puso en pie y continuó. Tras otro buen rato, oyó voces amortiguadas. Aminoró la marcha y trató de aguzar el oído. Cuando se encontraba en el recodo anterior al pasillo de donde provenían, se dispuso a escuchar.
—No te lo volveré a preguntar, ¿qué haces aquí y a quién esperas?
—Solo estoy descansando —se trataba de justificar el otro interlocutor.
—¡Eh, mira!, aquí detrás hay algo oculto tras la roca. ¡Parece una entrada a alguna cueva secreta!
—¡Nos has mentido! ¿A quién esperas?
—¡Señorita Haiiaa, si me está oyendo, huya! —gritó la voz de la persona interrogada.
—¡Muere, maldito infiel! —se oyó decir al que lo estaba hostigando tras el rápido e inconfundible siseo metálico que produce una espada al desenvainar. Tras ello, solo se escuchó un macabro gorgoteo.
La chica tuvo que morderse la ropa para no chillar de pánico mientras sollozaba silenciosamente. Pero no tardó en recomponerse al oír los pasos. Se asomó con sigilo a la esquina y vislumbró a dos soldados almorávides que avanzaban a paso ligero por el pasillo, así que se dio media vuelta y echó a correr por el pasadizo. Los soldados la oyeron y lanzaron mandatos para que se detuviera mientras comenzaban a correr también. La persecución estaba en marcha y Haiiaa tenía que pensar con rapidez, pues si continuaba por el túnel lo único que conseguiría sería llevarles hasta el interior de palacio, aunque sus opciones eran reducidas y no había mucho más que poder hacer. Pero entonces, notó nuevamente ese impacto de leve intensidad, pero esta vez fue bajo su brazo, exactamente salía de los legajos tartéssicos, lo que le hizo dejarlos caer con miedo. Los soldados, debido a su pertrecho de armas y vestimenta, corrían más lentos y la muchacha había ganado ventaja, aunque no demasiada. Haiiaa se agachó para recuperar los papiros, y al hacerlo sintió una presencia tras de sí. Se giró con tensión, y en la húmeda pared de barro volvió a ver aparecer la cara que ya viese reflejada en el mosaico. Esta vez no rehuyó la invitación, por llamarla de alguna manera, y se acercó al rostro en relieve que tampoco desapareció como la primera vez, sino que se mantuvo allí, mirándola.
No muy lejos, ya se oían el trote y los improperios de los soldados.
—¿Quién eres? —balbuceó la chica, pero no obtuvo respuesta.
Haiiaa alzó la mano y temblando de miedo, tocó aquel rostro. Otra vez un roce de piedras hizo activarse la apertura de otra entrada que se hundió en la húmeda pared y apareció una nueva cueva. La chica no lo dudó, era su oportunidad de apartar a los soldados del camino que llevaba a palacio, así que entró y antes de correr hacia dentro, puso una manzana en el suelo al filo de la puerta para atraer la atención de sus perseguidores. Estos, al dejar de escuchar los pasos de la apresurada carrera de la chica, aminoraron la marcha haciéndose señas y se detuvieron un instante a oír. Al no percibir nada, avanzaron lentamente tratando de hacer el menor ruido posible, sin saber que al haberse frenado le daban más margen a la chica para huir. Haiiaa tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad casi total del reducido pasadizo, pues allí continuaba el canal de aceite que encendía pequeños velones, pero al estar bastante espaciados entre ellos, dificultaba considerablemente el avance. No obstante, había logrado aumentar su ventaja lo suficiente como para pararse un momento a descansar junto a uno de los candiles que alumbraban tenuemente el lugar. Miró de soslayo los papiros y entendió que quizás sería su última oportunidad para ojearlos, por lo que de poco valdría si estaba prohibido o no, y tampoco se hallaba presente nadie para corroborar que los había leído. Así que sin dudarlo, los desenrolló y comenzó a leer. Al parecer hablaban de unas deidades que eran una especie de dioses de la naturaleza adorados por los tartessos. Al voltear uno de los papiros, sus ojos se agrandaron quedándose patidifusa. Aquella cara mezcla de felino y humano que había visto ya en dos ocasiones, se encontraba allí, mirándola desde la antiquísima ilustración. Al pie de la misma, rezaba un nombre, Baal. En concreto, era un híbrido entre un humano y un lince ibérico. Haiiaa no dejaba de preguntarse a sí misma lo que podía significar aquello. En la parte posterior del legajo, había una especie de instrucciones bajo el nombre de cada deidad, que explicaba la manera de invocarlo o de hacer algún tipo de adoración, rito o pacto con ellos. Se fue directa hacia las de Baal y leyó:

Cuatro palabras te separan de tus anhelos,
Cuatro hechizos no serían lo mismo,
Mas cuatro mil reyes no podrían conseguirlo,
Aunque mi precio fulminará tus desvelos,
Y no tomes a la ligera tal trasiego,
Pues mi poder te apresará en tus deseos,
Así que huye y haz certero mi consejo,
O condénate a mi voluntad de lince viejo.

Bajo el texto en que advertía de su poder, había un dibujo en el que un hombre con los ojos cerrados colocaba una mano sobre un rostro de Baal incrustado en una pared, mientras extendía hacia arriba el otro brazo. Y junto a la ilustración exactamente cuatro palabras, tal y como decía el poema:


“Todo por mis anhelos”

Haiiaa sintió un escalofrío al leer aquello. De haberlo descubierto antes de la vorágine que se estaba viviendo aquella tarde, seguramente no lo hubiese tomado en serio, habría pensado que todo eran leyendas. Pero tras ver aparecerse por dos veces la silueta de la cara de aquel dios de la naturaleza de los tartessos, tenía claro que no era ninguna superchería y si estaba entre las lecturas prohibidas debía ser por algo.
Automáticamente tomó conciencia de lo que significaba que los almorávides triunfaran en su asalto a palacio. ¿Qué ocurriría con su familia? Su tía Itimad, su prima Zaida, Al-Mutamid, el reino de Taifas, su querida ciudad de Isbiliya. La congoja le anudó la garganta por momentos y los ojos se le humedecieron. Sentía impotencia de no poder ayudar, de tener que escapar cual ladrona. Si al menos tuviese una oportunidad de salvar su mundo aun a costa de perder la vida, lo haría sin dudarlo.
De repente, se volvieron a oír pasos en la galería y entendió que los soldados ya habrían encontrado la manzana, entrado por el pasadizo e iban en su búsqueda. Antes de que pudiera recoger los papiros, el impacto sonoro de baja frecuencia visto con anterioridad, se materializó ante sí de nuevo en la pared, donde lentamente se formó la cara de Baal. Los pasos de los soldados estaban cada vez más cerca, así que tenía que decidir si marcharse continuando la huida o quedarse a intentar pactar con aquella deidad como decían los legajos, lo que probablemente no serviría de nada y desembocaría en una muerte segura. Finalmente, entendió que no quería vivir una vida ocultada por el miedo y sin poder disfrutar de sus seres queridos y su amada Isbiliya, así que tomó la decisión de quedarse, releyó las palabras de Baal, tomó aire y pronunció:
—Me someteré a tu voluntad si con ello salvas mi mundo.
Alzó el brazo izquierdo a la altura de la cara de Baal, elevó el derecho hacia arriba, cerró los ojos y dijo:
—Todo por mis anhelos —y presionó el rostro de aquel dios de la naturaleza tartéssico.
Una especie de nebulosa blanquecina y luminosa se formó de la nada alumbrando por completo el lugar donde la chica se encontraba. Al instante, las carreras de los soldados se hicieron audibles en su dirección, seguramente alertados por el resplandor. En mitad de aquel efecto mágico, la figura de Baal apareció en la niebla ante el temblor incontrolado de la muchacha, cuyos ojos se habían desorbitado de miedo.
—Que así sea hasta el fin de los tiempos –habló la gutural voz de este.
Los soldados llegaban ya al lugar con sus espadas en alto, pero se quedaron petrificados ante lo que sus ojos observaban. No les dio tiempo a más, pues la escena giró vertiginosamente como si todos los presentes estuviesen siendo engullidos por un tornado, hasta que la rotación cesó y todos, excepto los papiros, desaparecieron.
—¿Y qué le pasó a Haiiaa, abuelo?
—Espera que ahora te lo termino de contar, nene, no seas tan impaciente.

Los pájaros trinaban y el tibio sol mañanero golpeaba su mejilla. Haiiaa parpadeó hasta que sus ojos se adaptaron a la luz del astro rey. Estaba tumbada en un suelo blando cubierto de hierba, mientras las cantarinas aguas de un pequeño riachuelo se deslizaban a solo un par de metros. Hincando los codos se arrastró hasta llegar al líquido elemento para beber y refrescarse, pues se sentía muy mareada. Metió las manos haciendo la forma de un cuenco y al sacarlas bebió su contenido. Repitió el proceso un par de veces más y luego se enjugó la cara del mismo modo. Tras notar que las náuseas se disipaban, apoyó las manos para alzarse y al mirar hacia el riachuelo sintió un escalofrío terrorífico. Su reflejo en el agua le devolvía una imagen de sí misma que difería bastante del habitual. Asustada, miró hacia abajo y donde deberían estar sus bien torneadas piernas, estas habían sido sustituidas por dos patas de ciervo, con pezuñas incluidas en vez de pies. Se echó las manos a la cabeza completamente horrorizada, y tocó algo duro que no debía estar ahí. Se arrodilló junto al agua para observar mejor en el improvisado espejo que esta le brindaba, y pudo constatar que se trataba de un par de cuernos asomándole en la cabeza atravesando su pelo. Los rasgos de la cara ya no eran iguales, pues aunque seguía siendo ella, estos se habían modificado hasta formar una mezcla entre humanos y de animal, en este caso una cierva. Anduvo hacia atrás unos pasos con las manos en el rostro, arrepintiéndose de aquel pacto que había hecho con Baal. Este la había convertido en un híbrido con una bestia, y eso era más de lo que podía soportar. Pero rápidamente detuvo su caminar al tropezar con algo. Al reparar en lo que era, comprendió que aquello también era cosa del dios tartesso. Una especie de báculo con una afiladísima hoja incrustada en su parte superior y de unas dimensiones claramente adaptadas a su nuevo cuerpo, constituía lo que parecía ser un arma.
El toser de una voz alertó sus ahora desarrollados sentidos. Miró a la izquierda y de entre los matorrales apareció uno de los soldados que la perseguían por los túneles. Cuando la mirada entre ambos se cruzó, el rostro del almorávide se demudó siendo incapaz de articular palabra, pues quedó paralizado al contemplarla. Tras él, apareció
instantes después el otro soldado, pero este en vez de actuar como su compañero, de inmediato alzó su espada y gritando se lanzó en pos de ella, provocando que el otro reaccionara del mismo modo. La chica se dio la vuelta para huir, pero no dominaba el equilibrio de su nuevo cuerpo y patinó sobre la húmeda hierba, lo que casi le hace caer al terreno, de no haberse podido apoyar en aquella especie de arma que le había sido conferida. Con temor, miró atrás y vio acercarse a toda velocidad a los soldados, que ya se encontraban apenas a tres metros de ella. Con una agilidad que le sorprendió a ella misma, dio un salto hacia un lado haciendo que los soldados fallaran el primer derrote de sus espadas, aunque no tardaron en recomponerse y lanzarse con más furia si cabe. La muchacha, en un movimiento que salió automáticamente de sus brazos como si no fueran suyos, hizo girar vertiginosamente el báculo y rasgó el aire con su hoja, asestando un certero golpe horizontal que resultó mortal al cortar el cuerpo del primer soldado en dos mitades, salpicándolo todo de escarlata. El otro, al ver lo que aquella devastadora arma había hecho con su compañero, se dio la vuelta y echó a correr perdiéndose entre los matorrales. La chica sin embargo ya no le seguía con la vista, solo miraba horrorizada lo que acababa de hacer con el soldado. Ella era incapaz de matar ni a una mosca, y ahora había sesgado la vida de un ser humano. Pero antes de que pudiera lamentarse más, recordó el pacto y dijo en voz baja abriendo mucho los ojos:
—Isbiliya —y comenzó a trotar, no sin dificultad pues aún no se había adaptado a tener pezuñas por pies, siguiendo las huellas del soldado huido, cosa que sorprendentemente ahora podía hacer perfectamente al notar desde la profundidad de sus pisadas hasta su olor.
Tardó en llegar a los lindes de la vegetación, pero al hacerlo la congoja apresó su corazón. Desde la cornisa del Aljarafe tenía una visión privilegiada de toda la ciudad. Isbiliya humeaba en varios puntos, señal de que la batalla había terminado. Pero cuando se disponía a ir hacia la misma, se dio cuenta de que su nuevo físico llamaría demasiado la atención, así que decidió esperar a la noche. Cuando creyó que ya era momento de bajar, se deslizó entre las sombras que no eran golpeadas por la luz de la
luna para no ser descubierta, y avanzó en dirección al palacio. Al alcanzar las primeras casas que circundaban la ciudad, buscó entre las ropas tendidas a ver si encontraba alguna prenda que pudiera utilizar para ocultar sus increíbles rasgos. Una especie de túnica, que debía pertenecer a un hombre bastante alto, le sirvió para vestirse con ella y tapar aquellas mutaciones, especialmente las piernas, aunque sería más apropiado llamarles patas.
Le costó llegar hasta el lugar, pero ya sabía lo que iba a encontrar porque los puestos de vigilancia que había dispersos por muchas zonas de la ciudad eran almorávides, con lo cual era muy probable que la victoria de aquella cruenta refriega fuese de ellos.
Consiguió alcanzar los muros, y antes de que pudiera pensar algún plan, una muchedumbre se congregaba ante las puertas controladas en todo momento por los soldados vencedores.
Haiiaa se rodeó el rostro con parte de la túnica a modo de velo y fue haciéndose hueco entre los asistentes. Al rebasar la segunda línea de personas, vio que salían custodiados el rey Al-Mutamid, seguido de su esposa Itimad, su hija Zaida y algunos de sus sirvientes más personales, así como carromatos tirados por caballos y algunos soldados de la guardia personal del rey precediéndole. Estaban siendo expulsados. La rabia e indignación crecían en Haiiaa, que veía cómo Baal no había cumplido su trato y además la había convertido en una especie de monstruo. Mientras pensaba en ello, al volver la vista de nuevo hacia la comitiva real que en aquel momento pasaba ante ella, su mirada se cruzó con la de Zaida, que la observaba con tensión pues parecía haberla reconocido. Haiiaa hizo ademán de avanzar hacia ella, pero un rápido movimiento de negación con la cabeza de su prima le hizo desistir de tal intento. Poco a poco la ahora mujer cierva, vio cómo la caravana se alejaba rodeada de soldados almorávides, y las lágrimas empezaron a surcar sus mejillas. Se giró y se alejó de la muchedumbre. Una vez se recompuso, tiró a un lado la túnica y corrió a todo lo que daban sus patas en dirección a las colinas. Llegó mucho más rápido de lo
que cabría esperar gracias a las cualidades de su renovado cuerpo. Buscó el lugar en que despertó junto al riachuelo, intentando encontrar algún vestigio que le llevase a Baal para volcar en él toda su cólera. Exhausta, desesperada y desmoralizada, lanzó a un lado el báculo mortal y se sentó sollozando en una piedra.
—¿Por qué?, ¿por qué a mi tierra?, ¿por qué a mi gente? —repetía con la voz rota desconsoladamente.
—Tu viaje sólo acaba de comenzar.
La voz sobresaltó a Haiiaa, que alzó la vista hacia los árboles. De entre los mismos, surgió una silueta que al detenerse en mitad del claro fue iluminada por la luz lunar, dejando ver por primera vez al completo, a ese híbrido entre humano y lince ibérico, el propio dios de la naturaleza de los tartessos, Baal.
—¿Por qué me has engañado?, ¿por qué aceptaste mi súplica, pactando para convertirme en una monstruosidad y luego no concederme lo que te pedí? —preguntó Haiiaa con el odio y la rabia asomando a sus ojos.
—Te acepté porque sentí la sinceridad en ti, y sé que cumplirás tu parte del trato, al igual que yo cumpliré el mío.
—¡Cómo!, ¿dejando que destrocen todo lo que quiero?
—Nadie destrozará lo que quieres siempre que lleves a cabo tu cometido. Las cosas han cambiado, pero eso no significa que yo deje de cumplir con lo pactado. Has de tener paciencia.
—¿Y qué se supone que debo hacer, quedarme de brazos cruzados mientras Isbiliya cae ante mis ojos?
—Isbiliya no va a caer, en todo caso se transformará con el paso del tiempo.
La chica se calmó un poco al notar la firmeza en las palabras de Baal. Segundos después, replicó:
—Dime qué debo hacer. ¿He de combatir a los almorávides?, ¿debo ser yo quien baje a la ciudad a evitar que caiga el reino de Taifas?
—No, no puedes hacer nada. Esta noche te he permitido descender, pero ello solo podrás hacerlo una noche al año —y ante la sorpresa reflejada en la expresión de Haiiaa, el dios lince apostilló— tu misión ya es otra. Para ello te he dado estos atributos que tú consideras monstruosos, también el arma, el poder de hacerte invisible a ojos humanos cuando lo desees, además de concederte la juventud eterna.
La mujer ciervo no salía de su asombro al oír aquellas palabras.
—Y para que me concedas todo eso, ¿qué se supone que debo hacer yo en compensación?
—Vigilar, ayudar y proteger a la naturaleza que te rodea hasta más allá de los grandes bosques del oeste. Podrás comunicarte con todos los seres vivos que pueblan estas tierras, y castigarás a quien quiera que perturbe su bienestar.
—¿Y si me niego?
—No podrás negarte. Lo entenderás cuando tomes conciencia de que este es tu hogar, e Isbiliya es tu premio. Adiós –y antes de que Haiiaa pudiera responder, la figura de Baal se desvaneció en la penumbra.
—Pero abuelito, ¿dónde está ahora Haiiaa?
—Pues cuenta la leyenda, que durante siglos ha protegido el entorno natural de la ciudad de Sevilla, su antigua y amada Isbiliya, llegando sus dominios hasta el Parque Nacional de Doñana, donde hay personas que afirman haberla visto alguna vez vigilando a los visitantes. También cuentan que una noche al año se pasea por la urbe. Unos dicen que busca aquellos papiros prohibidos que nadie logró encontrar jamás. Otros aseguran que se introduce por los monumentos y calles de la capital hispalense observando lo que el dios Baal le concedió, que su querida ciudad de Isbiliya haya transformado parte de sí misma, pero manteniendo en las estructuras y sus gentes la parte más importante de lo que ella amaba por aquel entonces. Después, observa el amanecer desde la privilegiada vista que confiere la cornisa del Aljarafe antes de volver a sus dominios, los que una vez fueron ocupados por los tartessos.
—¡Eh! —El grito sobresaltó a abuelo y nieto, que miraron hacia el río— ¿Es de ustedes esta pelota? –preguntó el remero desde su pequeña embarcación, con el balón del niño alzado y chorreando de agua.
—¡Sí! —dijeron al unísono ambos.
—¡Pues ahí va! —vociferó el deportista, lanzándola con una fuerza inusitada que la envió por encima de sus cabezas, mientras el chico fue tras ella como un rayo.
—¡Gracias! —gritó agradecido el abuelo al remero, que con un gesto de la mano se despidió y continuó surcando el río entrenándose.
—Abuelo —dijo el niño regresando con la pelota— me gustaría ver a la mujer ciervo.
—Eso no va a ser posible, nene —y al observar la expresión de decepción en el rostro del chiquillo, el anciano le propuso— pero mañana podemos ver el palacio donde vivía, lo que hoy en día son los Reales Alcázares.
—¿Mañana, abuelo? Yo quiero verlo ahora.
—Ya se ha hecho de noche y no lo podemos visitar, nene —el chiquillo volvió a mostrar gesto de contrariedad, y el abuelo encontró muy pronto la solución— pero sí podemos hacer una cosa. Daremos un rodeo de camino a casa, pasaremos por el Prado de San Sebastián y podrás ver la gran estatua de bronce del Cid Campeador, aquel legendario guerrero.
—¡Bieeeen! —Chilló el chico entusiasmado, y tirando de la mano del anciano, le apremió— Vamos abuelito, date prisa.

Ambos se alejaron en dirección al centro de la ciudad, dejando atrás un Río Guadalquivir ya dominado por la noche que caía sobre Sevilla mientras unos ojos rasgados les observaban con ternura, ocultos a la vista humana gracias a un poder ancestral.

Pepe Gallego

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"Isbiliya" (versión en español) por Pepe Gallego se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

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