miércoles, 18 de marzo de 2015

"Purificación"


El ocaso del día comenzaba a tomar protagonismo a través de un paisaje entre dos luces. Adolfo, con el paso cansino que provocaban las horas de arduo trabajo y, por qué no decirlo, el paso de los años en sus trabajadas espaldas, cruzaba el campo arado en dirección al cobertizo para guardar las herramientas. A su lado, jadeando por la sed trotaba Tulo, su fiel mastín, al que ahora ponía agua de pozo en el barreño para beber, al tiempo que él se empinaba el botijo. Pero el perro apenas hubo bebido tres segundos, se irguió de súbito y salió gruñendo al exterior de la casetilla.
- ¡Eh!, ¿qué te ocurre, muchacho? - dijo saliendo a buscar al perro, que estaba ladrando airosamente mirando en dirección a los pinares. Tratando de calmarlo, Adolfo le acarició la cabeza, pero al observar hacia dónde ladraba, elevó la vista y el temor se apoderó de él. Una columna de humo se alzaba tras los pinos justo en la zona donde se ubicaba su casa.
- ¡Santo cielo! - fue lo único que brotó de sus labios temblorosos.
- ¡Corre, Tulo, corre! - gritó al recomponerse instantes después, y emprendió una atropellada carrera a través del campo. El perro, lógicamente, avanzó mucho más deprisa y lo perdió de vista con suma rapidez. 

Fueron tres o cuatro minutos de creciente angustia hasta que llegó a los lindes de la explanada donde se ubicaba la rústica vivienda que representaba su hogar, y lo que vio al llegar le dejó petrificado. Las lenguas de fuego estallaban los cristales de las ventanas y envolvían la casa como si de un pulpo gigante se tratara.
- ¡Matilde!, ¡Matilde! - gritaba una y otra vez alrededor de la casa intentando buscar un resquicio por el que poder acceder, pues a esas horas su esposa siempre se encontraba en la cocina preparando la cena.
Cada vez que intentaba entrar por algún hueco, este se llenaba de fuego o bien desprendía trozos de madera ardientes. El miedo le estaba encogiendo el corazón al tamaño de un dedal. No podía soportar la idea de perder a su mujer y tomó una decisión. Se echó unos pasos hacia atrás encarando una de las ventanas y se dispuso a lanzarse por ella, ignorando el fuego y el peligro que suponía. Pero justo en ese momento, advirtió un movimiento a su derecha. Tulo arrastraba algo con la boca. Se frotó los ojos pues el humo comenzaba a hacer mella en su visión, y distinguió la figura de Matilde. Corrió hacia la esquina de la casa y, colocando los brazos bajo las axilas de su esposa, logró arrastrarla unos metros justo antes de que parte de la esquina de la casa se desplomara ocasionando un estruendo espantoso.
- ¡Buen chico!, ¡buen chico!, le repetía una y otra vez a Tulo, cuyo lomo de pelo blanco y canela estaba manchado de hollín.
Adolfo se agachó junto a su mujer y comenzó a palmear su cara llamándola, pero esta no respondía a los estímulos. 
Se levantó de un salto, corrió al pozo que estaba a unos metros y lanzó el cubo al fondo, subiéndolo posteriormente con una fuerza y velocidad que parecía que venía vacío. Sin embargo no era así, pues el agua rebosaba del mismo.
Cogió el líquido elemento con las manos y lo derramó en el rostro de ella, pero seguía sin reaccionar.
- ¡Dios mío, no! - casi sollozaba ya viendo que su mujer permanecía inmóvil.
- ¡Vamos, rápido, traed agua! - el grito provenía desde la esquina de la casa, y al alzar la vista vio al párroco del pueblo acompañado de gente que corrían en su auxilio. Pero a Adolfo su casa ya le importaba poco, era su vida la que menguaba al ver que su esposa no respondía a sus intentos desesperados por reanimarla.


* * * * * *

Habían pasado tres horas desde el suceso. De la casa semi-derruida y calcinada, aún se elevaban columnas de humo. Los vecinos primero y ahora los bomberos que habían llegado de la estación más cercana, ubicada en el pueblo más importante de la comarca a unos veinte kilómetros de la aldea, habían conseguido extinguir el fuego, pero ya era demasiado tarde para Adolfo, que en estado de shock y sentado en el suelo con una manta que alguien le puso sobre los hombros para que no le calara el relente de la noche, miraba fijamente la sábana que cubría el cuerpo de Matilde. A su lado, el aullido de lamento de Tulo ponía la carne de gallina.


Pasados unos minutos y cuando ya se habían marchado todas las personas de la aldea que habían acudido a ayudar a extinguir el fuego, el teniente Romero llegado expresamente de la ciudad, pidió hablar con Adolfo.
Este, miró al teniente para decirle que no podía, pero no tuvo fuerzas y accedió a hablar con él.
- Soy el teniente Miguel Romero. Siento su pérdida, señor González. -
- Gracias - contestó con la voz rota.
- Sé que no es un buen momento, pero debo hacerle unas preguntas. -
Tras mover la cabeza en gesto de afirmación, el teniente preguntó:
- Lo normal es que haya sido un incendio casero, ya sea por la chimenea o la propia cocina, eso es algo que ya determinarán los especialistas cuando examinen la casa, pero para descartar otras cuestiones…-
- ¿Qué otras cuestiones? - preguntó de pronto Adolfo.
- Si me lo permite, se lo explico. ¿Tenían ustedes algún enemigo en el pueblo? -
- No. Soy un hombre que me relaciono lo justo con el resto de aldeanos. A ambos nos gusta nuestra intimidad aquí a campo abierto. -
- Ya lo supongo. Pero, en la poca o mucha relación que tuviera con los otros habitantes, ¿tenía usted alguna rencilla con alguien? -
- Que yo sepa, no. -
- ¿Ha discutido usted con su esposa?, ¿se llevaban bien? -
- ¿Qué insinúa, que yo he hecho esto?, ¿se ha vuelto loco?, ¡yo amo a mi esposa! -
- No insinúo nada, señor González, simplemente hago mi batería de preguntas rutinarias para esclarecer el asunto lo antes posible. -
- Mire, no estoy para estas cosas… ¿le importa hacerme las preguntas en otro momento, por favor? -
- Por supuesto. Mañana cuando se sienta usted mejor, llámeme para vernos en la comisaría - replicó el teniente dándole una tarjeta.
- Gracias por comprenderlo - contestó Adolfo guardando la tarjeta, al tiempo que vio alejarse al teniente Romero.

Cuando Adolfo observó que el forense se aproximaba para hacer el levantamiento del cadáver, pidió al médico que le dejara despedirse una última vez de Matilde. El doctor asintió con la cabeza y el destrozado agricultor se aproximó al cuerpo y llorando se arrodilló junto a él, mientras Tulo le lamía sin cesar.
- Dios mío Matilde, ¿qué voy a hacer sin ti? - decía en un mar de lágrimas mientras le tomaba la mano izquierda y la besaba.
El teniente observaba la escena con la dureza en el rostro, curtido por tantos casos con escenas dolorosas como aquella, pero por dentro se sentía tan compungido como las pocas personas que aún quedaban allí, pues no es fácil acostumbrarse a ver gente que lo han perdido todo, derrumbarse en llanto y amargura.
Al alejarse del cadáver de Matilde, creyó observar un cambio gestual en la expresión de Adolfo, como si del dolor pasara a la rabia o a un pensamiento oculto que nada parecía tener que ver con el momento vivido segundos antes.
Tras percatarse de que Adolfo se marchaba acompañado por un miembro de la cruz roja en dirección a la aldea a pie, probablemente hacia el tanatorio, pues se negó a hacerlo en un furgón policial ya que prefería caminar un poco acompañado de Tulo, el teniente se encendió un cigarrillo y se apoyó en un coche a esperar el dictamen del forense y de los analistas especializados de los bomberos, para determinar la naturaleza del incendio.


* * * * * *

Adolfo se sentó en la puerta del tanatorio, pues no pensaba despegarse de Tulo para nada, y pidió por favor si le podrían traer un café, justo cuando las campanas de la iglesia repicaban toque de difuntos.
Cuando le trajeron la bebida, tanto el perro como el amo ya habían desaparecido.


* * * * * *

- ¿Qué me puede decir de Adolfo? - preguntaba el teniente al señor alcalde.
- No mucho, era un hombre extraño, no venía demasiado por la aldea más que a comprar comida o alguna herramienta y poco más. No iba a la iglesia, no frecuentaba los bares del pueblo. No sé qué más decirle, no le conocía demasiado, aunque siempre ha sido amable y respetuoso, daba los buenos días, etc...-
- ¿Puedo hablar con usted? - intervino el forense dirigiéndose al teniente.
- Sí claro - y girándose hacia el alcalde, comentó - puede marcharse señor alcalde, si necesito algo más puedo contar con usted inmediatamente, ¿verdad? -
- Por supuesto, estoy a su total disposición - contestó el alcalde y se alejó del lugar.
- Usted dirá, señor forense. -
- Quiero realizar la autopsia cuanto antes. -
- ¿Por qué motivo?, ¿acaso ha encontrado una evidencia en el cuerpo de esa mujer que no determine su muerte por inhalación de humo? -
- No, no he encontrado una evidencia…he encontrado tres. -
- ¿Qué? - preguntó sorprendido el teniente Romero.
- Sí, sus fosas nasales no están cubiertas de hollín, lo que me hace pensar que ya no respiraba antes del incendio. -
- Dios mío - murmuró atónito el teniente.
- Otra evidencia es el fuerte golpe sufrido en la parte superior de la nuca, con hundimiento del occipital en la zona donde converge con la sutura lambdoidea y la sutura sagital. -
- ¿Y la tercera, doctor? -
- Encontré esto en su mano. -
El rostro de Miguel Romero se demudó, cogiendo lo que le entregaba el forense y, a la vez que lanzaba el cigarrillo a un lado, dijo:
- Adolfo…- y echó a correr en dirección a la aldea.


* * * * * *

Las puertas de recio roble se abrieron, dejando pasar a la fría brisa de la noche que provenía del exterior y haciendo titilar en sus candelabros, a las velas que adornaban el pasillo central de la iglesia.
El señor Munuera, párroco de la localidad, se giró para encarar a sus dos visitantes.
- Buenas noches nos de Dios, Adolfo - dijo mientras el otro permanecía inmóvil en mitad del pasillo en penumbras, a lo que prosiguió el sacerdote.
- Sé que no lo son, ni para la aldea ni sobre todo para ti, pero celebro verte en esta tu casa por primera vez, aunque haya tenido que mediar una tragedia así para que…-
- ¡Cállese! - interrumpió con brusquedad Adolfo - y dígame por qué.
- ¿Por qué…qué? - dijo el párroco encogiendo los hombros.
- ¿Por qué a ella?, ¿para qué asesinarla? -
El párroco se dio cuenta de que Adolfo no se iba a creer su supuesta ingenuidad, así que sonrió levemente y dijo:
- Todo ha sido por tu culpa, Adolfo…por tu testarudez. Debiste hacerme caso y venir como todo el mundo a la iglesia. De haberlo hecho, ahora mismo Matilde seguiría viva. Pero tú me obligaste. -
- Se ha vuelto usted loco - contestó incrédulo Adolfo, a lo que añadió - pero eso no le salvará, ¡ni su locura ni su Dios! - gritó y avanzó encolerizado hacia el altar, pero apenas hubo dado unos pasos, de detrás de una columna apareció alguien encañonándolo con una escopeta.
- Si das un paso más, tú y tu querido perro acompañaréis a tu mujercita. -
La voz resultó familiar a Adolfo, que tras frenar su avance observó el rostro que se ocultaba tras el arma.
- Alcalde…debí suponerlo. Todos estáis en el ajo, ¿verdad? -
- Tú lo has dicho, aunque no con las palabras adecuadas. Simplemente estamos al servicio de Dios y de la iglesia - y de las puertas laterales comenzaron a entrar los habitantes de la aldea. El carnicero, el de la oficina postal, la señora de la panadería, etc…y se fueron ubicando en los bancos de la iglesia rodeando a Adolfo y a Tulo, al que tenía agarrado por el collar porque gruñía incesantemente sin apartar la vista del sacerdote.
- Malditos locos…ahora entiendo por qué llegasteis tan rápido a ayudar a extinguir el fuego…simplemente ya estabais allí - susurró Adolfo apretando los dientes.
- ¿Locos?... ¿Querer defender nuestra aldea de la llegada del maligno te parece de estar locos? -
- ¿Qué teníais que defender, panda de fanáticos asesinos?, ¿a quiénes os hemos hecho daño mi esposa o yo? -
- No veníais a la iglesia - comenzó a responder el cura - y el maligno es el único que no quiere pisar la casa del Señor. Debíamos purificaros. -
- Esto no quedará así, la policía verá lo que yo vi y vendrán a por vosotros, y entonces yo testificaré e iréis todos a la cárcel - y tras decir esto, el sacerdote estalló en carcajadas a las que se unieron el resto de asistentes.
- ¿Y a quién piensas que iban a creer, a un tipo desquiciado por la pérdida de su esposa en un incendio, o a un pueblo entero que acudió a ayudar a apagar el fuego?...ja, ja, ja,…qué ingenuo eres, amigo Adolfo. -

- Pues yo pienso que creerán a Adolfo, señor Munuera. -
La voz se alzó desde la entrada de la iglesia proveniente de una silueta que se recortaba a la luz de la luna.
- Vaya, vaya, vaya, así que está aquí todo el pueblo…mira por dónde me voy a ahorrar la molestia de ir a arrestaros a vuestras casas - dijo con sorna Miguel Romero, el teniente de policía.
- ¿Y se puede saber de qué nos acusa, señor teniente? -
- ¿Y aún lo pregunta?, veo que además de asesino es usted muy cínico, o en el mejor de los casos, desmemoriado. -
- Sigue sin responderme más allá del insulto fácil, agente. -
- ¿Cómo lo perpetró? - comenzó a preguntar el teniente - el asesinato de Matilde, digo. ¿La entretuvo dialogando mientras el armado alcalde aquí presente, le asestaba el golpe de gracia por detrás?... ¿o fuiste tú? - señaló a Lucas, el carnicero, que negó con la cabeza - ¿o tú?, ¿o tú?, ¿o tú? - y así señaló a varias personas más avanzando por el pasillo, pasando junto a Adolfo y deteniéndose ante el altar para continuar:
- A decir verdad, eso es algo que ya descubriremos en los interrogatorios, porque ahora mismo sois todos culpables o cómplices de asesinato, empezando por usted claro, señor párroco. -
- No tiene pruebas para decir algo así. Está lanzando acusaciones muy graves contra todos los aquí presentes, y tenga a buen seguro que le denunciaremos por ello - y ante tal manifestación del sacerdote, una nube de comentarios afirmativos se levantó en la iglesia.
- ¿Sabe una cosa, señor Munuera?, sé que fue usted quien entretuvo a Matilde antes de recibir el golpe por esto - y alzando la mano ante la cara del cura, descolgó entre sus dedos una bolsita hermética de plástico con algo dentro que le hizo palidecer el rostro.
- Sí, es su crucifijo, me sorprende que no lo haya echado en falta...Matilde lo aferraría tan fuerte al caer sobre usted, que se lo arrancó y lo llevaba en su mano, así que como ve, sí que tengo pruebas. -
En ese momento, el alcalde hizo ademán de encañonar al teniente con su escopeta, pero el clic del amartillado de una pistola resonó sobre su sien.
- Deme el más mínimo motivo y redecoraré este templo con sus sesos - dijo la voz de un agente de policía que surgía de detrás de las sombras de la columna, a lo que siguió una docena de compañeros uniformados y armados reglamentariamente, que fueron cogiendo posiciones para evitar la escapada de todos los implicados en el crimen.
El sacerdote miró al teniente y dijo:
- ¿De verdad piensas que iré a la cárcel?, mi congregación tiene espléndidos abogados y poderosos amigos. Pronto estaré de vuelta con mis absueltos feligreses, mientras usted será degradado o expulsado del cuerpo. Y en cuanto a ti - se dirigió a Adolfo - acabaré purificándote junto a tu chucho sarnoso. -
Adolfo miró al teniente, al perro y de nuevo al teniente, a lo que este le devolvió la mirada con un gesto de afirmación. Entonces, los ojos del párroco se abrieron desorbitados de pavor y echó a correr hacia la sacristía, cuando los dedos de Adolfo se soltaron del collar de Tulo. Los gritos desesperados del cura se mezclaban con los gruñidos enfurecidos del animal y el chasquido de huesos al romperse.
- Ha sido en defensa propia, ¿verdad? - dijo el teniente mirando al agente más cercano, que le asintió de manera cómplice.

Pepe Gallego

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"Purificación" por Pepe Gallego se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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