sábado, 21 de mayo de 2011

"Letargo"


Enjugué con la manga de mi camisa de franela las gotas de sudor que correteaban desde mi frente a las mejillas. Mientras atravesaba torpemente los arbustos lo más rápido que podía, pues el miedo me atenazaba los músculos, miré atrás desesperadamente esperando verla aparecer de un momento a otro. Tenía que escapar, ¡debía salir de aquel frondoso bosque!...Noté cómo un jirón de la camisa se desprendía al engancharme en un arbusto pero ni siquiera me paré a mirar. Un rugido amortiguado sonó tras de mí. Ella se estaba acercando y yo no conseguía salir de la espesura.
Las ramas bajas me azotaban el rostro y sentía el escozor de los arañazos mezclados con el sudor. Una mirada más por encima de mi hombro fue suficiente para perder de vista dónde pisaba, y un dolor indescriptible me hizo aullar. Había metido el pie en mitad de un tronco podrido que yacía tendido en el suelo y el tobillo se me giró. Maldecía entre dientes intentando levantarme al mismo tiempo que notaba cómo se me apretaba el tobillo a la zapatilla. Se hinchaba por momentos, pero no podía detenerme o sería hombre muerto.

Arrastrando el pie, conseguí comenzar a avanzar de nuevo. No podía creer mi mala suerte, ¡iba a morir en aquel paraje de la manera más absurda!, ¿por qué no hice caso de lo que me dijo María? Había discutido con ella y me alejé a dar un paseo para calmarme, haciendo caso omiso de sus palabras que me pedían que no me alejara del fuego. Si le hubiese hecho caso estaría ahora mismo regresando a casa en mi todoterreno, enfadado, pero seguro y no como ahora que me encontraba perdido entre la maleza, ni tampoco habría visto aquella imagen dantesca de la alimaña comiéndose al pobre ciervo que aún se debatía inútilmente por levantarse del suelo entre estertores de muerte, mientras sus vísceras salían su abdomen y se desparramaban por la hierba. No podía quitarme de la mente aquellos ojos rojos sanguinolentos que me observaron por unos segundos, antes de que soltara el pedazo de carne y comenzara a correr hacia mí. Ahora ya era demasiado tarde para lamentarme, mi suerte estaba echada…

De repente, al apartar unos matorrales me encontré ante los lindes de un claro en mitad del bosque. Miré alrededor buscando una salida pero todo llevaba a la propia espesura. No sé qué era peor, porque en aquel claro no había escapatoria y mi pie, hinchado como una calabaza, no me daba para correr ni para alzarme a un árbol. De nuevo el rugido y ahora estaba mucho más cerca. Atisbé una hendidura en el terreno parecida a una pequeña trinchera. Como pude, cojeé hacia allí, aparte unos trozos de corteza de árbol resecas que casi tapaban el lugar e intenté ocultarme dentro, pero era más pequeño de lo que pensaba y ni aun colocándome agachado cabía. Solo había una forma, acostado. No me gustaba la idea y antes de que pudiera pensar una alternativa volví a oír el rugido. Estaba cerca, muy cerca, casi podía notar ya su presencia, así que no lo pensé más y me tendí en el pequeño zulo tratando de ocultarme con las cortezas. Funcionó, porque aunque justo, cabía y permanecía oculto. Solo unos débiles rayos de luz de luna, que atravesaban las copas de los árboles, llegaban ténuemente hasta mí. Quedé en silencio tratando de oír el más mínimo ruido. Comencé a escuchar una respiración entrecortada, y un hedor nauseabundo profanó mis fosas nasales. Tuve que refrenar las enormes ganas de vomitar que ello me provocaba para no delatar mi posición. Miré hacia arriba y entre las grietas de la corteza que recubría mi improvisado escondite pude verla. Era una visión horrible, de nuevo aquellos ojos rojos oteando el entorno buscándome. Ella sabía que yo andaba cerca y ponía todos sus sentidos tratando de descubrirme. Su rostro era horripilante, con una hilera de colmillos que sobresalían de su asquerosa boca rematada por una prominente mandíbula. Un agujero húmedo que hacía las veces de nariz, del que junto a su boca emanaba vaho en aquella fría noche de diciembre. La espina dorsal sobresalía por encima del pelo de su musculosa espalda, y estaba rematada por una pequeña cola bifurcada en dos partes de unos diez centímetros cada una.
Un cuajarón de sus babas cayó entre las rendijas de la madera yendo a parar a la comisura de mis labios. Un asco indescriptible me abordó y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no vomitar.

De súbito, desistió y se marchó al trote. Pude oír cómo sus pisadas se alejaban y suspiré de alivio. Pensaba que todo estaba perdido, pero aún no las tenía todas conmigo y no saldría del escondite hasta que pasara un buen rato, porque poco podría hacer con un tobillo inservible y sabiendo que aquella cosa andaba cerca.
Pensando en cómo iba a salir de aquel sitio, un golpe sordo me sacó de mis cavilaciones y la tapadera de cortezas de mi escondrijo saltó por los aires. Grité al ver el rostro de la bestia. Ahora sí que ya no había escapatoria, ¡estaba perdido! Cerré los ojos cuando su mano se aferró a mi cuello zarandeándome, para no ver el triste destino que me aguardaba. Siguió zarandeándome y extrañamente oí de fondo la voz de María: 
–¡Despierta!... ¡Despierta cari!
Abrí los ojos confuso y vi algo borroso que tardé unos instantes en asimilar. Era el moreno rostro de mi novia que me miraba enfadada. 
¡Joder, es la tercera vez que me asustas esta semana gritando en tus pesadillas!
Aunque desconcertado por ver su enfado, nunca me había sentido tan aliviado de ver sus bellas facciones, y no aquel rostro de inframundo de ojos rojos y amenazantes colmillos. María, se giró para volver a sumergirse en la lectura de su libro romántico, no sin antes lanzarme una mirada furiosa de reproche. Sonreí débilmente al observarla, sin embargo pronto quedé sumido en mis pensamientos y no podía dejar de preocuparme porque últimamente era muy frecuente que cayese en ese sopor tan profundo, casi comatoso, que me producía una especie de letargo sumamente real, que me llevaba a zambullirme en las tinieblas del miedo, con las criaturas más tenebrosas y que habitualmente acababan dando como resultado el umbral de la muerte.

Probablemente aquello no quería decir nada y todo era algo anecdótico y pasajero, o también puede que la encapuchada de la guadaña se estuviese entreteniendo dándome pistas sobre mi futuro. Quién sabe, quizás a vosotros os resulte irrelevante o incluso divertido. Sin embargo, y siendo sincero, a mí me produce escalofríos.

Pepe Gallego